"...censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica."
Por Flores Padua
Un texto debe detonar emociones e ideas tan diversas conforme más número de lectores tengan acceso al mismo. A veces pareciera que hay una sola forma correcta de leer e interpretar, de explicar una obra de arte. Sin embargo, Jorge Luis Borges (1899-1986) aborda este tema en su cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”, incluido en Ficciones (editado por primera vez en 1944).
Este relato está escrito en un formato de artículo académico, el cual hace un póstumo homenaje a Pierre Menard, un ficticio y destacado intelectual francés. Pero, ¿quién está autorizado a hablar de la vida y obra de un intelectual? ¿Sus colegas contemporáneos?, ¿sus mecenas?, ¿la burguesía culta?, ¿los seguidores del autor en cuestión?
El artículo comienza con una breve recapitulación de los trabajos del autor: poemas, ensayos que abordan temas de aparente erudición en el campo de la literatura, un prólogo, etcétera. Hay un inciso que figura discretamente:
n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard −recuerdo− declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
Perdido entre tantos temas, aparece una labor vital del pensamiento. Hasta la fecha, se suele confundir el significado del verbo ‘criticar’ con la intrascendente y estéril acción de decir “Es bueno”, “Es malo”, “Me gustó” o “No me gustó", sin dar mayor argumentación.
Después de enumerar la obra conocida, se toca la faceta que es realmente importante:
Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También ¡ay de las posibilidades del hombre! la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos IX y XXXVIII de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo XXII. Yo sé que tal afirmación parece un dislate…
Este cuento es utilizado principalmente para explicar de manera metafórica lo que idealmente debe ser el arte de la traducción. Uno de los principales conflictos de este proceso es que cada nueva lectura corresponde a una nueva interpretación por parte de cada uno de los lectores.
No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil− sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea− con las de Miguel de Cervantes…
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! Dirá el lector… Ser en el siglo XX un novelista del siglo XVII le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo –por consiguiente, menos interesante− que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote , a través de las experiencias de Pierre Menard.
Cada lector que se expone a un texto lleva consigo un previo bagaje de lecturas que es un patrimonio único, además existe otra situación: la producción literaria nunca descansa. Con el pasar de los años la obra en cuestión tendrá que convivir con una gran diversidad de nuevas creaciones de naturalezas igual de diversas.
¿Por qué precisamente el Quijote? Dirá el lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable, pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard, “me interesa profundamente, pero no me parece ¡cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Poe:
Ah, bear in mind this garden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras). El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario.
¿Por qué considerar necesaria una obra literaria? Menard habla de que el acto de la lectura implica someter el texto a la revisión de nuestros parámetros, de nuestro propio método.
Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación… A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos.
Distintas perspectivas surgen en los distintos tiempos, espacios y culturas donde la obra tenga la suerte de llegar, el cada lector enriquece de manera personal la interpretación.
El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, capítulo IX):
"… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. "
Redactada en el siglo XVII, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
"… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir."
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo a William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió.
La literatura, como todo arte, es subjetiva, por lo que las impresiones que produce no son estáticas ni obedecen a un dogma en particular.
Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo −cuando no un párrafo o un nombre− de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad final es aun más notoria. “El Quijote” me dijo Menard “fue ante todo un libro agradable, ahora es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.”
Los lectores, y no un sistema cultural, son los que mantienen una obra con vida, como algo orgánico, siempre y cuando se someta al continuo cuestionamiento del pensamiento.
“Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor lo que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”
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