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Flores Padua

La figura del escritor en Iberoamérica: una revisión de Roberto Bolaño

" Estoy contra la censura y de la autocensura. Con una sola condición, como dijo Alceo de Mitilene: que si vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no quieres."



Cthulhu es un personaje extraído de la literatura de Lovecraft, es una criatura extraterrestre cuyas características físicas y habilidades hacen de él algo parecido a un dios para los humanos. Sus principales seguidores y sirvientes son la semilla estelar de Cthulhu. Según sus seguidores humanos, Cthulhu es una especie de sumo sacerdote. Roberto Bolaños retoma esta figura para hacer una reflexión de la figura del escritor en Iberoamérica en su conferencia "Los mitos de Cthulhu", incluida dentro  de un compendio de sus cuentos titulado El gaucho insufrible (Anagrama, 2003).



Con ironía Bolaño habla de la “excelente” situación de la literatura en español y se refiere a uno de sus colegas contemporáneos:


Creo recordar que decía que era el novelista más perfecto de la actual literatura española, como si una vez alcanzada la perfección uno pudiera seguir perfeccionándose. Su principal mérito, pero esto no sé si lo dijo Conte o el novelista Marsé, es su legibilidad. Esa legibilidad le permite ser no sólo el más perfecto sino también el más leído. Es decir: el que más libros vende.

Los autores “exitosos” tienen la particularidad de hacer digeribles las ideas como aquellos ingenieros que desalinizan el agua para hacerla dulce y bebible.

En principio yo no tengo nada contra la claridad y la amenidad. Luego, ya veremos…
Hay una pregunta retórica que me gustaría que alguien me contestara: ¿Por qué Pérez-Reverte o Vázquez Figueroa o cualquier otro autor de éxito, digamos, por ejemplo, Muñoz Molina o ese joven de apellido sonoro De Prada, venden tanto? ¿Sólo porque son amenos y claros? ¿Nadie responde? ¿Quién es el hombre que se atreve a responder? Que nadie diga nada. Detesto que la gente pierda a sus amigos. Responderé yo. La respuesta es no. No venden sólo por eso. Venden y gozan del favor del público porque sus historias se entienden. Es decir: porque los lectores, que nunca se equivocan, no en cuanto a lectores, obviamente, sino en cuanto a consumidores, en este caso de libros, entienden perfectamente sus novelas o sus cuentos. El crítico Conte esto lo sabe o tal vez, porque es joven, lo intuye. El novelista Marsé, que es viejo, lo tiene bien aprendido. El público, el público, como lo dijo García Lorca a un chapero mientras se escondían en un zaguán, no se equivoca nunca, nunca, nunca. ¿Y por qué no se equivoca nunca? Porque entiende.

Pero esta amenidad, este efecto endulzante, anestesia al intelecto.

Por supuesto es aconsejable aceptar y exigir, faltaría más, el ejercicio incesante de la claridad y la amenidad en la novela, que es un arte, digamos, que discurre al margen de los movimientos que transforman la historia y la historia particular, coto exclusivo de la ciencia y la televisión, aunque en ocasiones si uno extiende la exigencia o el dictado de lo entretenido, de lo claro, al ensayo y a la filosofía, el resultado puede ser a primera vista catastrófico sin por ello perder su potencia de promesa o dejar de ser, a medio plazo, algo providencial y deseable. Por ejemplo, el pensamiento débil.

Y es esa debilidad del intelecto la que sirve de caldo de cultivo para los oportunistas que sacan provecho de las clases sociales cuya preparación académica les coloca en desventaja.

De la misma manera que cuando nos referimos al Quijote lo que menos importa es el libro sino el título y unos cuantos molinos de viento. Y cuando nos referimos a Kafka lo que menos importa (Dios me perdone) es Kafka y el fuego, sino una señora o un señor detrás de una ventanilla. (A esto se le llama concreción retenida y metabolizada por nuestro organismo, memoria histórica, solidificación del azar y del destino.) La fuerza del pensamiento débil, lo inútil como si me hubiera mareado de repente, un mareo producido por el hambre, radicaba en que se proponía a sí mismo como método filosófico para la gente no versada en los sistemas filosóficos. Pensamiento débil que pertenece a las clases débiles. Un obrero de la construcción de Gerona, que no se ha sentado jamás con su Tractatus logico-philosophicus al borde del andamio, a treinta metros de altura, ni lo ha releído mientras mastica su bocadillo de chope, podría, con una buena campaña publicitaria, leer al filósofo italiano o a alguno de sus discípulos, cuya escritura clara y amena e inteligente les llegaría al fondo del corazón.



La cultura pop, en la búsqueda de la amenidad, ha engendrado manifestaciones que apelan al morbo y son placebos emocionales.


Pero volvamos al pensamiento débil, ese guante que se ajusta sobre el andamio. Amenidad no le falta. De claridad tampoco anda escaso. Y los así llamados débiles socialmente entienden perfectamente el mensaje. Hitler, por ejemplo, es un ensayista y un filósofo, como queráis llamarle, de pensamiento débil. ¡Se le entiende todo! Los libros de autoayuda son en realidad libros de filosofía práctica, de filosofía amena, en la calle, filosofía inteligible para la mujer y el hombre. Ese filósofo español, que glosa y que interpreta los avatares del programa de televisión “Gran Hermano”, es un filósofo legible y claro, aunque en su caso la revelación haya llegado con algunas décadas de retraso… Sólo recuerdo que el filósofo pasó muchos años en un país latinoamericano, un país que imagino tropical, harto del exilio, harto de los mosquitos, harto de la atroz exuberancia de las flores del mal. Ahora el viejo filósofo vive en una ciudad española que no está en Andalucía, soportando inviernos interminables, cubierto con una bufanda y con una boina, contemplando en la tele a los concursantes de “Gran Hermano” y escribiendo sus apuntes en una libreta de hojas blancas y frías como la nieve.

Bolaños se enfoca en el caso latinoamericano y señala las flaquezas de su intelectualidad:

Latinoamérica fue el manicomio de Europa así como Estados Unidos fue su fábrica. La fábrica está ahora en poder de los capataces y locos huidos con su mano de obra. El manicomio, desde hace más de sesenta años, se está quemando en su propio aceite, en su propia grasa.

Reconoce, como Rosario Castellanos lo hizo en su momento, la imperiosa necesidad del coraje intelectual.

Estoy contra la censura y de la autocensura. Con una sola condición, como dijo Alceo de Mitilene: que si vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no quieres.

La verdadera literatura vive en el olvido, resguardada por unos cuantos, los demás, los más, se venden a la fama, a la jaula de oro que es la celebridad creada por los medios.

La obra de Reinaldo Arenas ya está perdida. La de Puig, la de Copi, la de Roberto Arlt. Ya nadie lee a Ibargüengoitia. Monterroso, que perfectamente bien hubiera podido declarar que tres de sus personajes inolvidables son Mandela, García Márquez y Vargas Llosa, tal vez cambiando a Vargas Llosa por Bryce Echenique, no tardará en entrar de lleno a la mecánica del olvido. Ahora es la época del escritor funcionario, del escritor matón, del escritor que va al gimnasio, del escritor que cura sus males en Houston o en la clínica Mayo de Nueva York. La mejor lección de literatura que dio Vargas Llosa fue salir a hacer jogging con las primeras luces del alba. La mejor lección de García Márquez fue recibir al Papa de Roma en La Habana, calzado con botines de charol, García, no el papa, que supongo iría con sandalias, junto a Castro que iba con botas. Aún recuerdo la sonrisa de García Márquez, en aquella magna fiesta, no pudo disimular del todo. Los ojos entrecerrados, la piel estirada como si acabara de hacerse un lifting, los labios ligeramente fruncidos, labios sarracenos habría dicho Amado Nervo muerto en vida.
¿Qué pueden hacer Segio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de glamour? Poca cosa. Literatura. Pero la literatura no vale nada si no va acompañada de algo más refulgente que el mero acto de sobrevivir. La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir es grandes tirajes, traducciones a más de treinta idiomas (yo puedo nombrar veinte idiomas, pero a partir del idioma número 25 empiezo a tener problemas, no porque crea que el idioma número 26 no existe sino porque me cuesta imaginar una industria editorial y unos lectores birmanos temblando de emoción con los avatares mágico-realistas de Eva Luna), casa en Nueva York o Los Ángeles, cenas con grandes magnatarios (para que así descubramos que Bill Clinton puede recitar de memoria párrafos enteros de Huckleberry Finn con la misma soltura con que el presidente Aznar lee a Cernuda), portadas en Newsweek y anticipos millonarios.

La vocación se subordina a la supervivencia económica. El tejido social de la intelectualidad ha cambiado.

Los escritores actuales no son ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer, señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad. Son rubios y morenos hijos del pueblo de Madrid, son gente de clase media alta. No rechazan la respetabilidad. La buscan desesperadamente. Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír mucho, sobre todo, no morder la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el crecimiento demográfico, dar siempre las gracias.
No es de extrañar que de golpe se sientan cansados La lucha por la respetabilidad es agotadora. Pero los nuevos escritores tuvieron y algunos aún tienen (y Dios se los conserve por muchos años) padres que se agotaron y gastaron por un simple jornal de obrero y por lo tanto saben, los nuevos escritores, que hay cosas mucho más agotadoras que sonreír incesantemente y decirle sí al poder. Claro que hay cosas mucho más agotadoras. Y de alguna forma es conmovedor buscar un sitio, aunque sea a codazos, en los pastizales de la rentabilidad. Ya no existe Aldana, ya nadie dice que ahora es preciso morir, pero existe, en cambio, el opinador profesional, el tertuliano, el académico, el regalón del partido, sea ese de derecha o de izquierda, existe el hábil plagiario, el trepa contumaz, el cobarde maquiavélico, figuras que en el sistema literario no desentonan de las figuras del pasado, que cumplen, a trancas y barrancas, a menudo con cierta elegancia, su rol, y que nosotros, los lectores o los espectadores o el público, el público, el público, como le decía Margarita Xirgu a García Lorca, nos merecemos.

Bolaños se lamenta de esta situación con ironía. El lector complacido es responsable de la lectura amena. Los legados impuestos por este círculo vicioso han degradado el idioma español, el cual es el eslabón que une a la región iberoamericana.

Dios bendiga a Hernán Rivera Letelier, Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo, sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas formales, pues yo he contribuido a ello. Dios bendiga a los hijos tarados de García Márquez y a los hijos tarados de Octavio Paz, pues yo soy responsable de esos alumbramientos. Dios bendiga los campos de concentración para homosexuales de Fidel Castro y los veinte mil desaparecidos de Argentina y la jeta perpleja de Videla y la sonrisa de macho anciano de Perón que se proyecta en el cielo y a los asesinos de niños de Río de Janeiro y el castellano que utiliza Hugo Chávez, que huele a mierda y es mierda y que he creado yo.

Vivimos una época de altruismo y buena voluntad descaradamente pretenciosos. Los conceptos de ahorro y austeridad se han desvirtuado y nos persuaden de no desafiar límites, de no perder amenidad, de guardar recursos que alguien más va a utilizar para causas que no se pueden prever.

Todo es, al final de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la cama. ¿O tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo. Tiene razón Fuguet: hay que conseguir becas y anticipos sustanciosos. Hay que venderse antes de que ellos, quienes sean, pierdan el interés por comprarte. Los últimos latinoamericanos que supieron quién era Jaques Vaché fueron Julio Cortázar y Mario Santiago y ambos están muertos…
Somos malos para la cama, somos malos para la intemperie, pero buenos para el ahorro. Todo lo guardamos. Como si supiéramos que el manicomio se va a quemar. Todo lo escondemos. No sólo los tesoros que cíclicamente sustraerá Pizarro, sino las cosas más inútiles, las baratijas, hilos sueltos, cartas, botones, que enterramos en sitios que luego se borran de nuestra memoria, pues nuestra memoria es débil. Nos gusta, sin embargo, guardar, atesorar, ahorrar. Si pudiéramos, nos ahorraríamos a nosotros mismos para épocas mejores. No sabemos estar sin papá y mamá. Aunque sospechamos que papá y mamá nos hicieron feos y tontos y malos para así engrandecerse aún más ellos mismos ante las generaciones venideras. Pues para papá y mamá el ahorro era interpretado como perdurabilidad y como obra y como panteón de hombres ilustres, mientras que para nosotros el ahorro es éxito, dinero, respetabilidad. Sólo nos interesa el éxito, el dinero, la respetabilidad. Somos la generación de la clase media.
La perdurabilidad ha sido vencida por la velocidad de las imágenes vacías. El panteón de los hombres ilustres, lo descubrimos con estupor, es la perrera del manicomio que se quema…
Quién nos lo iba a decir. Mucho presumir Proust, mucho estudiar las páginas de Joyce que cuelgan de un alambre, y la respuesta estaba en el folletón. Ay, el folletón. Pero somos malos para la cama y probablemente volveremos a meter la pata. Todo lleva a pensar que esto no tiene salida.

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