"Miguel, ateo acérrimo, encontraba en la danza una forma aceptable de religión."
En un momento en que los presupuestos del gobierno mexicano destinados a la cultura sufren recortes año con año. Vale la pena revisar una de las gestiones que han resultado más fértiles para el arte de la danza.
Adriana Willams narra en su libro Covarrubias (FCE, 1999) el momento en el que Carlos Chávez (1899-1978) asumió la dirección del INBA e invitó a Miguel Covarrubias (1904-1957) para impulsar la danza en México. Este momento marcó el rumbo de las artes dancísticas en este país. Williams narra:
Chávez quería añadirle a Bellas Artes una academia de danza, y Miguel fue su mejor opción para el cargo de director artístico y director de administración. Fue una elección audaz y discutida, según recordaba Luis Covarrubias. “Muchos preguntaban: ‘¿Cómo se le pudo dar tal puesto a un caricaturista pintor?’”
De hecho, la elección fue inspirada. Miguel entendía la danza desde la perspectiva del antropólogo, con una profundidad que pocos podían igualar. A lo largo de los años había registrado bocetos y en película de 16 milímetros las tradiciones étnicas de la danza de Harlem, Cuba, Bali, Java, Camboya y el Pacífico meridional, ya no digamos las danzas peculiares del Itsmo de Tehuantepec, Tuxtepec, Tepoztlán, Pátzcuaro, Janitzio, Tajín y Acapulco. Al leer sus capítulos sobre la danza, tanto en Island of Bali como en México South, nos damos cuenta de la evidente fascinación de Miguel por el tema y de la amplitud de sus conocimientos. Le fascinaba en particular la danza del éxtasis, en la que el bailarín o la bailarina cae en un trance y logra una especie de éxtasis místico. Había sido testigo de ese fenómeno en ritos de iniciación en Cuba, Bali, Anam y Tanjam, en el sudeste de Asia. Había visto al evangelista Father Divine evocarlo en sus sesiones de revival en los treinta y en los cuarenta en los Estados Unidos. En México tenían esas danzas rituales los huicholes y los coras en el noroeste, y también las tenían los tzeltales de Chiapas en el sur. La danza era la clave mágica. La danza podía abrir una puerta que conducía a la espiritualidad pura.
Williams añade que Cavarrubias contó con un aliado clave en su nueva misón: su esposa, la bailarina Rosa Covarrubias.
Katherine Dunham recordó que Miguel iba a verla cada vez que su estancia en Nueva York coincidía con representaciones de la Dunham, y en 1948 ella lo vio con mucha frecuencia cuando estuvo en México bailando y enseñando. Cuando se reunían, la conversación pasaba sin remedio a la relación entre danza y espiritualidad. Miguel, ateo acérrimo, encontraba en la danza una forma aceptable de religión. Para Miguel, la danza era mucho más que un simple arte de la interpretación. Pero, desde luego, también era eso, y escenificación, presentación dramática, vestuario y diseño, todos ellos talentos que Miguel poseía. Y lo que a él le faltara, Rosa lo podía aportar. A Rosa le encantó la idea. En la danza, que era su oficio, era donde ella brillaba, donde podía resultar valiosa para Miguel de una manera que ella no había intuido hacía mucho tiempo.
Así, la danza mexicana sería inyectada con un nuevo aire.
Miguel entró en el mundo de la danza en un momento en que casi todo lo que se veía representar en México era el baile “folclórico” y el ballet clásico europeo. Todavía menos que eso era lo existente ante de que Vasconcelos reavivara el espíritu creador en México al inicio de los veinte, ocasión en que 300 parejas bailaron el jarabe, la danza nacional, interpretado por primera vez en el Bosque de Chapultepec. Ahora, unos 30 años después, era evidente que había llegado la hora de que floreciera esa forma de arte…
Miguel se integró al trabajo con una grandiosa visión: hacer de la academia un centro para la recolección y examen de los instrumentos y otros materiales que quedaran de la danza precolombina y de las festividades de la danza indígena mexicana, y unir la danza mexicana con la ideología nacionalista revolucionaria, esencialmente indígena, lo mismo que los muralistas y pintores habían hecho con el arte pictórico en los veinte y que el Indio Fernández, Gabriel Figueroa y Mauricio Magdaleno habían hecho en el cine en los cuarenta.
Para lograr su objetivo, Covarrubias convocó al mejor talento dancístico mexicano de aquellos días.
Además, como modo de enriquecer la experiencia dancística de los estudiantes y del público, Miguel preveía una “compañía maestra” compuesta por miembros del Ballet de Bellas Artes, el Ballet Nacional, la Compañía de Ana Mérida, la Compañía de Guillermina Bravo y el Ballet Universitario, lo mejor de lo mejor de las compañías de danza que la ciudad de México podía ofrecer en aquel momento.
Las elevadas normas de calidad merecían una remuneración adecuada, y el presupuesto de Miguel era generoso. Los maestros de Bellas Artes y los bailarines de la compañía cobraban buenos sueldos para la época. Hasta un bailarín principiante podía ganar una beca razonable. Miguel convenció al pintor Santos Balmori, amigo suyo, para que asumiera la dirección de la academia de la danza, cargo que Balmori ocupó durante siete años. La descripción del puesto en aquellos primeros tiempos comprendía la administración, el diseño de escenarios y vestuario, dibujo de carteles y producción de programas y catálogos. Balmori llegó a escribir libretos cuando fue necesario.
Al principio Rosa iba a la escuela con Miguel todos los días, como una especie de consultora de eficiencia. Asistía a las clases para evaluar tanto a los maestros como a los alumnos. Era inflexible en su exigencia de mejorar la academia. También contribuyó a estructurar y organizar un plan de estudios que daría educación dancística en técnicas clásicas y modernas y capacitación en disciplina corporal y en coreografía.
Los buenos resultados no se hicieron esperar:
Las noticias sobre la inyección de brío y aumento de oportunidades en Bellas Artes corrieron como reguero de pólvora por toda la ciudad de México. En el transcurso de un año se apuntaron 300 alumnos donde habían estado estudiando menos de 100. Era más de lo que podía manejar la academia, a pesar de haberse ampliado. Miguel resolvió el problema delegando labores docentes en tres de los alumnos más avanzados: Guillermo Arriaga, Guillermina Peñalosa y Rocío Sagaón…
La temporada inaugural del ballet de Bellas Artes en septiembre de 1950 presentó a José Limón, uno de los más destacados intérpretes de la danza moderna en el mundo, que casualmente era mexicano, y también casualmente era un buen amigo de Miguel y de Rosa. A Limón le había encantado la invitación a traer a la ciudad de México su compañía de Nueva York. Nunca había bailado en su país natal; por otro lado, Bellas Artes ofrecía un grandioso escenario, con orquesta sinfónica completa, algo sin precedentes en aquellos días, incluso en Nueva York.
La fama de Limón era intachable; sin embargo, no dejaba de ser motivo de preocupación el hecho de presentar una compañía de ballet de más reciente creación de la ciudad de México con un conjunto de danza moderna de la ciudad de Nueva York. Miguel sabía que se estaba arriesgando, y sintió gran alivio cuando el público mexicano recibió a Limón con los brazos abiertos….
Limón regresó en enero de 1951 como profesor huésped, bailarín, coreógrafo y director artístico, y trajo consigo a su propia maestra, Doris Humphrey, que a su vez era una famosa bailarina y coreógrafa, y a Luca Hoving, integrante de la compañía de Limón en Nueva York, para enseñar a los jóvenes bailarines y estudiantes de Miguel las técnicas de danza moderna y coreografía.
La academia de danza fue concebida con una visión integral. Apunta Williams:
Dentro de la Academia de la Danza, Miguel estableció además la Sección Académica de Bailarines y Coreógrafos, con cursos sobre historia del arte, folklore, literatura, poesía, música, iluminación, escenografía y mecánica teatral. Miguel mismo disertaba sobre arqueología y cultura prehispánica. Semejante enfoque holístico cambió lo que significaba ser bailarín en la sociedad machista mexicana. Miguel hizo que se volviera aceptable para los jóvenes la carrera artística…
Miguel animaba a sus alumnos a usar fuentes arqueológicas e históricas como base para sus experimentos coreográficos. De ese modo confiaba en infundir veracidad cultural a las obras nuevas.
Covarrubias aportó todos sus diversos talentos al proyecto.
Al igual que en las demás artes que practicaba, Miguel enriquecía su creación de escenarios y vestuarios realizando investigaciones en profundidad. Los cuatro soles, ballet que inauguró la temporada de primavera de 1951, era una leyenda prehispánica para la que Miguel había diseñado los escenarios y vestuarios según los códices borbónico, mixteco y mendocino y el relato de la conquista de México.
Otro logro notable fue la adición de artistas de otras disciplinas al proyecto. dancístico mexicano.
Miguel daba el tono. Los músicos de la compañía, Blas Galindo, Carlos Jiménez Mabarak y Carlos Chávez (sin discusión alguna el maestro del nacionalismo cultural), y sus escenógrafos Antonio López Mancera, José Chávez Morado, Arnold Belkin, Juan Soriano, Leopoldo Méndez, Luis Covarrubias y la misma Rosa, todos ellos fincaban su trabajo en la cultura prehispánica, en el arte colonial y popular, en leyendas, en cuentos infantiles y retablos. (Piña Chan observó que Miguel mezclaba a veces elementos prehispánicos y coloniales y comentó el uso que daba al colorido estridente: “púrpuras, magentas y amarillos vibraron en la vista del público”.) Gran parte de su obra muestra además la influencia de los grandes artistas mexicanos contemporáneos Orozco y Siqueiros.
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