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Flores Padua

Moctezuma y Cortés: el juego de poder analizado por Italo Calvino

"El poder tiene esta lógica: en cuanto descubre su debilidad, exige un poder más fuerte para sostenerse."



Recientemente, el actual régimen de México hizo llegar una carta a la corona española en la que solicitó se ofreciera una disculpa a los pueblos indígenas que fueron mancillados durante la etapa de la conquista territorial que tuvo lugar hace 500 años.

Las reacciones al respecto no se han hecho esperar, no solo en México y España, sino también en el resto de los países latinoamericanos que en algún momento fueron colonias de la corona española.

La acción de la presidencia de México obliga a revisar este episodio de la historia para formarnos una visión sensata de éste y poder emitir una posición sustentada ante esta polémica.

El escritor italiano Italo Calvino (1923-1985) realizó un artículo en el que abordó el tema del cabildeo de estrategias que culminó en la dominación española. El artículo se tituló "Moctezuma y Cortés" (1976), el cual se encuentra en el compendio Mundo escrito y mundo no escrito (Siruela, 2002).



En los jardines del antiguo palacio imperial de México, dos personajes suntuosamente vestidos están jugando a la petanca. Uno de los jugadores es el emperador de los aztecas Motecuhzoma II (su nombre lo simplificarán los europeos como Moctezuma o Montezuma), el otro es Hernán Cortés, el capitán español que ha ocupado México. Calculan con atención la trayectoria de las pequeñas bolas de oro; la apuesta es un puñado de joyas, una apuesta insignificante en esa ciudad desbordante de oro y piedras preciosas. Pero si los jugadores se apasionan con la partida es porque el juego representa la verdadera relación entre ellos, la gran partida pendiente desde el día del desembarco español en las playas de la que será Veracruz. Una partida en la que se juegan algo inmenso: los mexicanos, el fin del mundo (todavía no lo saben pero lo presienten). Los españoles, el comienzo de una nueva era (tampoco ellos lo saben pero sí saben su propia suerte: serán conquistadores triunfantes o aventureros fracasados, o, peor todavía, víctimas degolladas con cuchillos de obsidiana en el altar del dios Huitzilopochtli).

El imperio azteca se regía por una teocracia. La llegada de los españoles se interpretó como una aparición divina:

Desde que los españoles entraron en su territorio, una pregunta no cesa de atormentar a Moctezuma: ¿estos españoles son los dioses de la profecía? La mitología azteca habla de un dios destronado, Quetzalcóatl, exiliado al otro lado del océano; será el fin del imperio mexicano y de sus dioses, el inicio de una nueva era. Si los blancos son hijos de Quetzalcóatl que regresan del Occidente, entonces es inútil oponerse a ellos. Además, los blancos poseen poderes maravillosos y terribles, mandan sobre el trueno y el rayo (las armas de fuego), pero al mismo tiempo muestran una descarada y ávida rudeza: las primeras cualidades podrían ser divinas, las segundas bastarían para hacerlos seres humanos. En esta duda se concentran todas las incertidumbres de Moctezuma.
Un gigantesco marinero español que monta guardia por la noche al augusto prisionero emite ruidos desagradables. Moctezuma lo manda a llamar y le pide que deje de hacerlo por respeto a su persona; le pide regalándole un objeto de oro. A la noche siguiente, el marinero repite los sonidos esperando otro regalo. Así son los españoles: ¡cómo van a ser dioses! Sin embargo, estos contrastes imprevisibles hacen aún más misteriosos a los extranjeros: sus cualidades negativas podrían ser signos de arbitrariedad que regula el comportamiento divino. Cuantas más bajezas cometan los españoles, más excelso podría ser su origen…

El emperador Moctezuma cometió errores que alimentaron la ambición de los españoles:

Sean hombres o dioses, lo cierto es que con ellos Moctezuma se ha equivocado en sus movimientos desde el principio: quiso mantenerlos alejados y, a la vez, congraciarse con ellos por medio de sus embajadores les desaconsejó visitarle, revelando así su temor, y les envió valiosos regalos que permitieron que los blancos atisbaran por primera vez los tesoros del Nuevo Mundo, despertando su codicia; después intentó aniquilarlos tendiéndoles una emboscada en la ciudad de Cholula, provocando así la masacre de sus aliados cholulanos y haciendo creer el temor a los blancos en las poblaciones de los alrededores; sin haber logrado mantenerlos alejados ni vencerlos, finalmente decidió acoger a los españoles como huéspedes: extraña hospitalidad, dominada por una sensación de inseguridad por ambas partes; hasta que los huéspedes, para aclarar la situación, toman como rehén al señor de la casa.

Cortés hizo sus movimientos:

Sin embargo, Cortés consigue jugar a dos barajas a la vez con absoluta desenvoltura y falta de escrúpulos: como defensor de poblaciones oprimidas por Moctezuma y como partidario de la soberanía de Moctezuma. En una de sus primeras etapas en el continente, en Cempoala, para ganarse la alianza de las tribus de los totonacas, sujetas a los tributos de los mexicanos, captura y maltrata a los recaudadores de Moctezuma; luego, por la noche, libera a dos de ellos, les colma de cortesías y los devuelve a su soberano con ofertas de paz. A los tlaxcaltecas, enemigos tradicionales de los aztecas, tras haberlos derrotado en una encarnizada batalla, les obliga a la rendición y a la alianza, pero las negociaciones se desarrollan en presencia de los embajadores que Moctezuma había decidido enviar para tranquilizar a Cortés y hacer que desista de su marcha sobre México. Cortés parece que intenta despertar las sospechas de todos a propósito: ¿cómo puede proponer una alianza a unos mientras está en tratos con los otros? Eso es lo que tanto los tlaxcaltecas como los aztecas le dirán; sin embargo, este doble juego suyo realizado a la luz del día transforma en un signo de fuerza: hasta el último de los tlaxcaltecas le seguirá como fiel aliado hasta el final, y Moctezuma le abrirá las puertas de su ciudad aunque Cortés se presente con los ejércitos de sus enemigos tlaxcaltecas en su séquito. Y cuando Cortés le hace prisionero por sorpresa, Moctezuma se aviene a su situación de rehén, porque en su propia reclusión ve la confirmación de que su poder se tambalea: sabe que Cortés le necesita justamente como emperador, en la plenitud de su dignidad y su autoridad.

Moctezuma advirtió los bemoles de ser rescatado:

Ahora bien, cualquiera que liberase a Moctezuma de manos de los españoles se situaría en una posición superior a la suya. Su sobrino Cacama urde un complot para liberarle; Moctezuma comprende que si su sobrino tiene éxito se convertirá en emperador de México en su lugar. El poder tiene esta lógica: en cuanto descubre su debilidad, exige un poder más fuerte para sostenerse. Por eso, el Moctezuma cautivo sofoca la revuelta del libre Cacama, o sea, pone su autoridad imperial a disposición de Cortés para que este abata con su mano de hierro a los rebeldes antiespañoles. ¿Se hace ilusiones de poder ejercer de nuevo su soberanía o se sabe ya tan sólo un instrumento de Cortés? Inmediatamente, Cortés, no satisfecho con el servicio prestado, reclama que se le pague un tributo al emperador Carlos V. Moctezuma ya sólo puede esperar ser liberado por los dioses. Pero los dioses le han dado la espalda.

Por otro lado, Cortés enfrentó adversidades inesperadas.

No, aún no han acabado todas las jugadas: a la ciudad de México llega una noticia, un gran golpe de efecto no sólo para Cortés, que se lo esperaba, sino también para Moctezuma, a quien estos blancos no deja de sorprender. Ha desembarcado un poderoso ejército español al mando de Pánfilo de Narváez, enviado para desarmar y capturar a Cortés por orden del emperador Carlos V. De repente, el rey prisionero comprende que Cortés es sólo un elemento de una realidad más compleja, en la que, en lugar de poseer una autoridad trascendente, puede acabar siendo un aventurero fuera de la ley. La máquina de poder de los blancos es tan complicada e inestable como la del imperio azteca, y puede dar un vuelco en un instante. Mientras Cortés prepara su ejército para el encuentro con Narváez, Moctezuma mueve los hilos de un cauto doble juego con los recién llegados, de quienes espera la liberación. Pero Cortés sabe arreglárselas igual de bien en el campo de batalla que en los conflictos que afectan la burocracia colonial española: consigue derrotar a Narváez y se impone sobre Moctezuma, echándole en cara su deslealtad. La ficción de una alianza entre ellos se ha desvanecido.

Las circunstancias de Cortés lo obligaron a tomar medidas drásticas.

Igual que se desvanece la ilusión de que los aztecas acepten pacíficamente la dominación española: en México estalla la insurrección latente desde hacía tiempo. Cortés la sofocará exterminando a su población y destruyendo su suntuosa capital. Cuando todavía es incierto el desenlace, Cortés intenta aprovechar por última vez lo poco que queda de la autoridad de Moctezuma: le envía a pacificar a la muchedumbre enfurecida. La multitud responde a pedradas. Moctezuma cae herido mortalmente.

Calvino destaca la objetividad del testimonio escrito por Bernal Díaz del Castillo, soldado de Cortés, en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Destaca el pasaje del primer encuentro entre Cortés y Moctezuma:

Moctezuma, deslumbrante de joyas, desciende de las andas, sostenido por los brazos de cuatro dignatarios, y avanza bajo un baldaquín de plumas verdes hacia los españoles completamente revestidos de hierro. Para los conquistadores, la autoridad radica en imágenes que sugieren fuerza, mientras que el soberano azteca revela su majestad con las señales de una extrema debilidad. Desde las primeras conversaciones con Cortés, Moctezuma no hace gala de ninguna solemnidad: se ríe, se abandona a una blanda autoironía, minimiza su riqueza y se burla de quienes le creen un dios. Parece como si de este modo quisiera restar también importancia a los españoles.
Cuando Cortés , huésped en México desde cuatro días antes, visita la pirámide de Huitzilopochtli, Moctezuma está ya en la cima para esperarlo, sin duda transportado hasta allí arriba en brazos, y envía a Cortés ocho dignatarios para ayudarle en la escalada. Cortés los aparta, sube los peldaños sin pausas, sin tomar aliento. “Estaréis cansado”, le dice Moctezuma al recibirle entre los altares del sacrificio. “Los españoles no se cansan nunca”, replica aquel ejemplar de la eficiencia, que se convertirá en el supremo valor de Occidente. Serenamente, el emperador toma al soldado de la mano, le conduce al borde de la terraza para que contemple la grandeza de la ciudad edificada sobre la laguna. La armonía dura poco. Cortés no tarda en mostrar su indignación por los ritos sanguinarios ofrecidos a los ídolos. Moctezuma responde ofendido con el tono consternado y decaído de sus momentos más sombríos.

Probablemente, Moctezuma percibía una batalla trascendental entre dos fuerzas divinas:

Burland [autor de una biógrafía de Moctezuma] dedica sólo dos densos capítulos a la trágica precipitación de los acontecimientos sobre la que más se detuvieron los historiadores de la Conquista, pero las contradicciones del comportamiento de Moctezuma se explican en gran parte a partir del código (mitológico y ético) con el que el soberano azteca vivía aquella terrible crisis. La inesperada invasión de seres cuyo comportamiento y lenguaje no comprendía significa para Moctezuma la manifestación externa de una batalla entre dioses: Huitzilopochtli, el colibrí azul, y Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, el dios exiliado de México que según la profecía volvería de Occidente para recobrar su puesto destronando a los demás dioses.

Calvino hace una escueta reconstrucción de lo que pudieron ser los aztecas antes de su ocaso.

Constructores de templos piramidales escalonados, los aztecas habían fundado en los altiplanos de México un imperio piramidal, en el que la jerarquía de los poderes era como una escalera entre el cielo de los dioses y la tierra donde se afanaban los hombres. Menos de un siglo antes, una de las tribus bárbaras y nómadas se había impuesto a las demás englobando sus religiones en un complejo panteón y las artes de los distintos pueblos (las joyas de Xochimilco, las esterillas de plumas de colores de Amantitlán) en una civilización multiforme. Desde su palacio, cuyos jardines contenían todas las especies de plantas conocidas, las pajareras todas las aves, las jaulas todas las fieras (y un pabellón albergaba ejemplares del mundo liliputiense o deforme en un conglomerado de fenómenos vivientes), Moctezuma ejercía su autoridad sobre los dignatarios de la corte y éstos sobres los funcionarios que controlaban los barrios de la capital y las aldeas de campesinos y artesanos. Un cuerpo de recaudadores escoltaba hasta la capital las cosechas de maíz y cacao, las balas de algodón, el jade y las esmeraldas. El emperador reservaba la parte que le correspondía a los cargos públicos y redistribuía los productos entre las familias pobres. A través del cada vez más complejo cobro de impuestos, Moctezuma perpetuaba (o, al menos eso creía) la frugal igualdad de las antiguas tribus.
En ese momento llegaron los extranjeros, hijos de una civilización que durante milenios conoció y usó los mecanismos de poder para lo bueno y para lo malo, que vio muchos imperios erigirse, hacerse invencibles y desmoronarse. Basta con que su mirada se pose en la pirámide de mármol resplandeciente para que vean sus grietas, brechas, nidos de serpientes y termiteras. Los ojos de Cortés pueden distinguir de lejos la menor fisura del edificio y elegir el punto en el que hacer palanca. La verdadera diferencia entre ellos, mayor aún que la que hay en el acero de Toledo y las hojas de obsidiana, en los caballos y las armas de fuego desconocidos a los mexicanos, está en el hecho de que Moctezuma , jefe de un imperio construido a partir del ordenado firmamento y el equilibrio de fuerzas de los dioses, se siente inseguro, a merced de un universo inestable, mientras Cortés, que se adentra en un mundo del que lo desconoce todo, lleva firmemente las riendas de las causas y los efectos, de los medios y de los fines.

La conquista de México fue una lucha de estrategias entre civilizaciones que tenían bien entendida lo que es una guerra:

Sin haber leído a Maquiavelo, tanto Moctezuma como Cortés actúan conforme a sus teorías: si el español vence, es porque sabe siempre y sin la menor duda lo que quiere. Hoy conocemos lo efímero de las victorias de Cortés y lo irreparable de la destrucción que ello llevó consigo; mientras que la figura de Moctezuma no la vemos sólo a la luz patética que inspiran los débiles y los vencidos, sino plasmada en una tensión ingrávida, como si la partida entre él y su enemigo todavía se estuviera jugando: si su victoria no es posible desde el principio, no significa que su derrota sea cierta. En Moctezuma hay una actitud perpleja y receptiva que sentimos cercana y actual, como la del hombre que, al entrar en crisis sus sistemas de previsión, intenta desesperadamente mantener los ojos abiertos, comprender.

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