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Flores Padua

José Joaquín Fernández de Lizardi: reflexiones sobre el oficio de escritor

Actualizado: 21 feb 2019

"Conque tenemos por fruto de esta charla que yo no puedo ni debo alabar mi obrita. Pues menos debo revestirme de una humildad hipócrita y abatirla..."


Dentro de las secciones culturales de los diversos medios de comunicación abundan las entrevista realizadas a escritores en las que ellos hablan de diversos temas y de sus obras. En la mayoría de estas ocasiones, el verdadero trasfondo es promocionar el trabajo más reciente del autor. Esta actividad puede resultar un aparador para el ego del artista o, al contrario, puede resultar algo muy incómodo, todo depende de su personalidad. Por otro lado, estas entrevistas ya están agendadas por las editoriales y los agentes del escritor, constituyen un aparato previamente diseñado para impulsar las ventas. Es muy difícil que los jóvenes escritores tengan acceso al medio editorial, aun si cuentan con el talento requerido. Muchos de ellos tendrán que someterse a las reglas de las casas editoriales y de los órganos culturales auspiciados por el gobierno o la iniciativa privada.

José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), quien es considerado, aunque no de manera rigurosa, el fundador de la novela mexicana con El periquillo sarniento (1816) tocaba ya los dilemas que enfrenta el escritor en el prospecto y prólogo de esta novela, la cual se publicó dividida en diversos tomos y ha sido revisada y corregida en más de una ocasión.

Fernández de Lizardi se dio cuenta que en todas las profesiones y oficios es bien visto hablar de la superioridad de lo que uno ha producido, lo que hoy conocemos como publicidad, menos en la actividad de escritor. Apunta Fernández de Lizardi:

José Joaquín Fernández de Lizardi

Para dar una verdadera idea de ello es menester alabarla, y esto no es bien visto en el autor; aunque no sé por qué, pues todos alaban sus maritatas [baratijas] para poder salir de ellas. No hay comerciante que no ponga sus géneros sobre las nubes, ni zapatero que no celebre sus zapatos, ni chocolatería donde no vendan chocolate superior, ni taberna donde no haya ricos caldos, ni tortillera, en fin, que no cacaree lo blanco, grande y caliente de sus tortillas. Todos alaban sus agujas [ponderar su industria] y a ninguno se le tiene a mal sino a los pobres autores, teniendo los infelices que andar mendigando el favor de los aprobantes para que les elogien sus obras pudiendo ellos mismos adelantar ese trabajo. Pero todo esto es mera jocosidad; lo cierto es que nadie debe alabar las obras del entendimiento, pues en el más sublime se encuentran no pocas veces unos defectos enormes, y la obra más pulida y meditada a unos parece bien y a otros mal.
Conque tenemos por fruto de esta charla que yo no puedo ni debo alabar mi obrita. Pues menos debo revestirme de una humildad hipócrita y abatirla; lo uno porque harto abatida está con el título; lo otro porque si yo advirtiera sus defectos, sería muy necio en censurarlos pudiendo componerla y remendarla; y lo último, porque si yo que soy su padre que la he concebido, y aún la estoy acabando de parir con mil trabajos, la comienzo a zaherir y hablo mal de ella, ¿qué espero que hagan los extraños, a quienes no ha costado las fatigas y desvelos que a mí? Conque dígase ahora si será un gran trabajo y formidable inconveniente dar un autor la idea de su obra con tal moderación que la recomiende sin alabarla, y que procure granjearle la afición de los lectores sin que parezcan elogios las verdades.

Por otro lado, Fernández de Lizardi, al meditar sobre el esfuerzo y los recursos requeridos para materializar una obra, recuerda que otros intelectuales anteriores a él optaron por dividir sus trabajos en tomos para publicarlos gradualmente conforme lograban conseguir el financiamiento de algún patrocinador. Este tema lo discutió con uno de sus amigos a quien cita textualmente:

−¡Válgame Dios!, dijo mi amigo, ésa es una verdad; pero eso mismo debe retraerte de solicitar un mecenas. ¿Quién ha de querer arriesgar su dinero para que imprimas tu obrita? Vamos, no seas tonto, guárdala o quémala, y no pienses en hallar protección; porque primero perderás el juicio.
”Ya parece que veo que gastas el dinero que no tienes en hacer poner en limpio y con mucha curiosidad tus cuadernos; que echas el ojo para dedicarlos al conde H, creyendo que porque es conde, que porque es rico, que porque es liberal, que porque gasta en un coche cuatro mil pesos, en un caballo quinientos, en un baile mil, en un juego cuanto quiere, admitirá benigno tu agasajo, te dará las gracias, te ofrecerá su protección, te facilitará la imprenta, o te dará cuando menos una buena galita…

La solución que Fernández de Lizardi encontró en aquel tiempo fue que los mejores mecenas que podría él encontrar eran sus mismos lectores y creó un sistema de suscripciones para financiar su obra.

Pero no me toca arcodaros nada de esto, cuando trato de captar vuestra benevolencia y afición a la obra que os dedico; ni menos trato de separarme un punto del camino trillado de mis maestros los dedicadores. A quienes observo detenerse de los vicios y defectos de sus mecenas, y acordarse sólo de las virtudes y lustre que tienen para repetírselos y exagerárselos.
Esto es, oh serenísimos lectores, lo que yo hago al dedicaros esta pequeña obrita que os ofrezco como tributo debido a vuestros reales… méritos.
Dignaos, pues acogerla favorablemente, comprando cada uno seis o siete capítulos cada día [en la primera edición salió la obra por capítulos sueltos], y suscribiéndose por cinco o seis ejemplares , a lo menos, aunque después os deis a Barrrabás por haber empleado vuestro dinero en una cosa tan friona y fastidiosa; aunque me critiquéis de arriba abajo, y aunque hagáis cartuchos y servilletas con los libros; que como costeeis la impresión con algunos polvos de añadidura, jamás me arrepentiré de haber seguido el consejo; antes desde ahora para entonces, y desde entonces para ahora, os escojo y elijo para únicos mecenas y protectores de cuantos mamarrachos escribiera, llenándoos de alabanzas como ahora y pidiendo a Dios que os guarde muchos años, os dé dinero y os permita emplearlo en beneficios de los autores, impresores, papeleros, comerciantes, encuadernadores y demás dependientes de vuestro gusto.



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