"Pero mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes..."
La salud es un bien que muy pocos valoran hasta que se hace abrumadoramente evidente su escasez. La convalecencia se hace inaguantable, ya que el deterioro físico viene acompañado del espiritual y daña a la gente que nos rodea como bien nos hizo ver Kafka (1883-1924) en su Metamorfosis (1916).
Roberto Bolaños (1953-2003) padeció una insuficiencia hepática que deterioró abruptamente su salud. El escritor abordó esta situación en su conferencia Literatura + Enfermedad= Enfermedad, cuya transcripción aparece en el volumen de cuentos El gaucho insufrible (Anagrama, 2003).
Escribir sobre la enfermedad, sobre todo si uno está gravemente enfermo, puede ser un suplicio. Escribir sobre la enfermedad si uno, además de estar gravemente enfermo, es hipocondriaco, es un acto de masoquismo o desesperación. Pero también puede ser un acto liberador.
La enfermedad pone a flor de piel todas nuestras ansiedades y frustraciones. Súbitamente, se hacen comprensibles los textos de los filósofos que solíamos desdeñar por parecernos engreídamente complejos . Se acentúa el hambre por devorar los placeres de la vida que, según Bolaño, se resumen en tres: sexo, vino y viajes; en condiciones extremas, el ser humano deja a un lado sus escrúpulos con tal de obtenerlos.
Victo Hugo , que según Daudet era capaz de comerse una naranja entera de un solo bocado, prueba máxima de salud, según Daudet, típico gesto de cerdo, según mi mujer, dejó escrito en Los miserables que la gente oscura, la gente atroz, es capaz de experimentar una felicidad oscura, una felicidad atroz.
Bolaños se refugia en los poetas franceses para explorar la adversidad que le significa su enfermedad.
La poesía francesa, como bien saben los franceses, es la más alta poesía del siglo XIX y de alguna manera en sus páginas y en sus versos se prefiguran los grandes problemas que iba a afrontar Europa y nuestra cultura occidental durante el siglo XX y que aún están por resolver. La revolución, la muerte, el aburrimiento y la huida pueden ser esos temas.
La poesía, el arte en general, ejerce una función terapéutica cuyo principal efecto es la reflexión sobre el dolor y el sentido particular que le damos a la vida
Entre los inmensos desiertos de aburrimiento y los no tan escasos oasis de horror, sin embargo, existe una tercera opción, acaso una entelequia, que Baudelaire versifica de esta manera:
"Deseamos, tanto puede la lumbre que nos quema,
Caer en el abismo, Cielo, Infierno, ¿qué importa?,
Al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo. "
Este último verso, al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo, es la pobre bandera del arte que se opone al horror, sin cambios sustanciales, de la misma forma que si al infinito se le añade más infinito, el infinito sigue siendo el mismo infinito. Una batalla perdida de antemano, como casi todas las batallas de los poetas. Algo a lo que parece oponerse Lautréamont, cuyo viaje es la periferia a la metrópoli y cuya forma de viajar y de ver permanece aún revestida en el misterio más absoluto, a tal grado que no sabemos si se trata de un nihilista militante o un optimista desmesurado del cerebro en la sombra de la inminente Comuna, y algo que, sin duda, sabía Rimbaud, que se sumergió con idéntico fervor en los libros, en el sexo y en los viajes, sólo para descubrir y comprender, con una lucidez diamantina, que escribir no tiene la más mínima importancia (escribir, obviamente, es lo mismo que leer, y en ciertos momentos se parece bastante a viajar, e incluso, en ocasiones privilegiadas, también se parece al acto de follar, y todo ello, nos dice Rimbaud, es un espejismo, sólo existe el desierto y de vez en cuando las luces lejanas de los oasis que nos envilecen). Y entonces, llega Mallarmé, el menos inocente de todos los grandes poetas, y nos dice que hay que viajar, que hay que volver a viajar. Aquí, incluso el lector menos avezado se tiene que decir a sí mismo: Pero, bueno, ¿qué le pasa a Mallarmé?, ¿a qué obedece su entusiasmo?, ¿no está invitando a viajar o nos está enviando, atados de pies y manos, hacia la muerte?, ¿nos está tomando el pelo o se trata de un puro problema de consonancias? La posibilidad de que Mallarmé no haya leído a Baudelaire está fuera de toda consideración. ¿Qué pretende, entonces? La respuesta creo que es sencillísima. Mallarmé quiere volver a empezar, aun a sabiendas de que el viaje y los viajeros están condenados. Es decir, para el poeta de Igitur no sólo nuestros actos están enfermos sino que también lo está el lenguaje. Pero mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es casualmente, el único sitio donde uno puede encontrar el antídoto.
La finalidad del arte no es encontrar la sanación del cuerpo, sino del espíritu.
Cuenta Canetti en su libro sobre Kafka que el más grande escritor del siglo XX comprendió que los dados estaban tirados y que ya nada le separaba de la escritura el día en que por primera vez escupió sangre. ¿Qué quiero decir cuando digo que ya nada le separaba de su escritura? Sinceramente, no lo sé muy bien. Supongo que quiero decir que Kafka comprendía que los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, lo que sea, un libro, un gesto, un objeto perdido, para encontrar cualquier cosa, tal vez un método, con suerte: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí.
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