"La cultura católica no era católica: era, simple y sencillamente, la cultura. "
El Estado Laico ha sido la idea predominante en los gobiernos del mundo durante los últimos dos siglos. En México, la figura de Benito Juárez encarna este ideal. En contraste, la cultura católica es parte esencial de la identidad, de la historia, del arte y de las costumbres de la nación mexicana. Figuras como Sor Juan Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora son parte imprescindible de nuestro acervo literario. Pintores muralistas como el Dr. Atl, Orozco, Rivera, Siqueiros o Zárraga no rehúyen de los temas religiosos en sus obras. El aparato eclesiástico mexicano se fortaleció al legitimar la rebelión cristera y después entregarla durante el Maximato.
Hasta la fecha la Navidad y la Semana Santa marcan los periodos de asueto más importantes de la vida laboral mexicana. La celebración del Día de Muertos, muestra del sincretismo del catolicismo con las costumbres prehispánicas, se mantiene más vigente que nunca.
Gabriel Zaid (1934) hace un análisis sobre el significado de la cultura católica en su artículo “MUERTE Y RESURRECCIÓN DE LA CULTURA CATÓLICA” publicado en el no. 156 de la revista Vuelta (1989).
La cultura católica suele asociarse con inflexible tradición e intolerancia. Muchos ignoran que el catolicismo comenzó siendo una subcultura del judaísmo antes de convertirse en la cultura dominante de Europa.
Cultura (en un sentido antropológico), cultura (en un sentido etnográfico), cultura popular, cultura tradicional, cultura oficial, cultura comercial, son distingos inaplicables a las sociedades prehistóricas y a muchas otras. Son distingos que surgen de la cultura moderna frente a las demás y frente a su propia evolución, asumida como progreso: como destino culminante de toda especie humana.
La cultura moderna es un momento del cristianismo: ni el primero, ni el último. Un momento en el cual renace la pasión por lo nuevo, la conciencia de ruptura, la esperanza escatológica, de los primeros cristianos. Tiene sus raíces en torno al milenio, en la revolución comercial de la Edad Media (siglos X y al XIV), en el gran cisma entre las iglesias de oriente y occidente (1054) y, por supuesto, en el milenarismo, sobre todo el trasmutado joaquinismo: las doctrinas proféticas de Joaquín de Fiore (1130-1201). El Renacimiento, la Reforma, la Revolución, acentúan la conciencia moderna como autoconciencia universal: el hombre nuevo, emancipado, cada vez más autónomo, que observa, juzga, domina y redime al resto de la humanidad, quedada atrás.
El judaísmo queda atrás, superado por el cristianismo. El cristianismo oriental queda atrás, superado por el occidental. El cristianismo medieval queda atrás, superado por el humanismo renacentista. El catolicismo queda atrás, superado por el protestantismo. La religión queda atrás, superada por el saber del hombre moderno: ilustrado, revolucionario, marxista, nietzcheano, freudiano. El hombre queda atrás, superado por el superhombre.
Los movimientos culturales obedecen a un ciclo de surgimiento, esplendor y crisis y el catolicismo no es la excepción.
Para la cultura moderna, que rechaza las jerarquías, los tiempos no son iguales: el hoy es más que el ayer. Toda secta moderna repite la primera ruptura del cristianismo: la inauguración de tiempos nuevos y mejores, que entierran el pasado, o ni se ocupan. “Que los muertos entierren a sus muertos”, dice Cristo. “Un cadáver” se llama un horrible manifiesto del surrealismo contra un escritor dejado atrás (Anatole France). La tradición moderna es una paradójica tradición de la ruptura, como la bautizó Octavio paz, al señalar el fin de las vanguardias.
Las vanguardias en el tiempo son como las castas en el espacio: jerarquizaciones. Para la cultura moderna, que rechaza las castas, hay una excepción: las castas temporales. No es que yo tenga privilegios de los cuales excluya a los demás, sino que llegué primero a donde todos llegarán. Todos somos iguales, aunque unos más iguales que otros: los hombres nuevos, que vamos adelante, formamos la casta superior, frente a la casta (no intocable, sino menesterosa de redención) queda atrás. Hasta hay carrera de ratas, para ver quien llega antes o más lejos. Pero son carreras igualitarias (puesto que todos pueden concursar) y hasta redentoras (puesto que trepamos para servir mejor a los que con tesón, fuimos dejando atrás).
La modernidad implica ruptura con el ciclo anterior inmediato.
Las culturas tradicionales conservan su diversidad (varían en el espacio más que en el tiempo). La cultura moderna va cambiando de uniformidad (varía en el tiempo más que en el espacio).
Todos los mesianismos jerarquizan el tiempo, pero en dos polos opuestos: el presente menesteroso y el futuro glorioso, que es un futuro absoluto, sin grados intermedios. Entre la miseria y la gloria, no hay avances al cielo, de progreso creciente. El mito del progreso aparece cuando Joaquín de Fiore transforma el milenarismo en cultura moderna: la realización gradual del cielo en la tierra.
El catolicismo como cultura victoriosa tuvo que trazar sus directrices de estatus dominante. Al igual que otras culturas, el catolicismo concibió sus utopías.
En el siglo VI, cuando el cristianismo deja de ser una secta perseguida para convertirse en religión oficial, se presentó el problema de qué hacer con las conversiones meramente oficiales. Los radicales querían la conversión radical de una sociedad, de unas autoridades, ya declaradamente cristianas. La solución estuvo en construir sociedades perfectas pero aparte: monasterios autorizados al margen de la sociedad cristiana normal, para vivir radicalmente el evangelio. Los monasterios jerarquizan el espacio: frente a la sociedad cristiana imperfecta, con todas sus miserias, había espejos de perfección, ínsulas utópicas, que eran ya la ciudad de Dios, anticipación del futuro absoluto.
Siglos después, Joaquín de Fiore, un abad cisterciense, proyecta esa división del espacio en el tiempo: la sociedad entera llegará a ser un monasterio; la perfección será cosa de todos, gradualmente. Los perfectos, en vez de apartarse del mundo, volverán al mundo, para dirigirlo hacia la perfección. El moje quedará atrás, superado por el fraile, el misionero, el caballero andante, el laico. Terminan unos tiempos, vienen otros. La historia sagrada se divide en los tiempos del Padre (hasta la encarnación de Cristo), tiempos del Hijo (hasta el siglo XII) y tiempos del Espíritu Santo (por venir).
Las innovaciones agrícolas, comerciales y financieras; la importancia que adquirieron las ciudades frente al campo; la impresión de que el milenio marcaba el fin de una era, y quizá el fin del mundo; el radicalismo cristiano, avivado por el milenarismo; hicieron de Joaquín un profeta escuchado, una especie de Marx del siglo XII. Todavía en el XIX, influye en las doctrinas románticas, socialistas y positivistas. Puede ser visto como el profeta de la cultura moderna, como el creador del mito de la perfección gradual y universal.
El progreso ha estado a cargo del protestantismo en los dos últimos siglos con ayuda del romanticismo alemán que desplazó al catolicismo. Los tiempos posmodernos han causado confusión entre la tradición y la modernidad.
Para la conciencia posmoderna, los tiempos desembocan en un tiempo igual. Lo cual parece la restauración de los tiempos iguales. Pero no se trata de la igualdad A (premoderna), sino de la igualdad B (posmoderna): una continuación paradójica de la jerarquía temporal. Dejar la modernidad atrás es lo último de lo último de la vanguardia: la ruptura final que se queda en el viaje. Superar el progresismo es negarlo, pero también continuarlo. Romper con la tradición de la ruptura es romper y no romper. La conciencia posmoderna iguala los discursos de las vanguardias con los discursos tradicionales, como si las vanguardias fueran etnias de una cultura (la cultura del progreso) también tradicional. Pero no se identifica plenamente ni con unos discursos ni con otros. Lo juzga todo, ¿desde dónde?
La cultura católica estuvo presente en el desarrollo de la historia durante mucho tiempo pero de manera tácita.
Parece ser que no se ha escrito una historia de la cultura católica. Pero viéndolo bien, sería la historia ¿de qué? Hasta hace relativamente poco, toda la literatura occidental era católica. Desde la iglesia, podían verse como diferentes, como ajenas, como asimilables y hasta como precristianas las literaturas dejadas atrás: bíblica, griega, latina. Luego aparecieron literaturas vistas como enemigas: islámica, protestante. Pero San Agustín era San Agustín, no un gran escritor católico. Lo mismo puede decirse de Calderón y de Sor Juana. La figura del escritor visto como católico es recientísima: del siglo XIX.
Mientras que la cultura católica fue la cultura dominante, no se justificaba señalar a los católicos, sino a los gentiles, paganos, infieles, apóstatas, cismáticos, herejes, libertino,s excomulgados. La cultura católica no era católica: era, simple y sencillamente, la cultura.
Zaid subraya que toda cultura dominante tiende a la intolerancia.
Tanto la otredad de los otros como la nostredad de nosotros tienen algo inasequible, pero no algo absoluto, que impida toda posible comprensión. Toda cultura tiene una zona apátrida, universal, que nos permite vernos como si fuéramos otros (¿desde dónde? , desde el salto), y comprender mejor a los demás.
Es una zona equívoca. Asumida como propia, puedo creer (y hasta hacer creer) que lo universal es algo particularmente mío, que la zona apátrida esta en mi patria (mi cultura, mi religión, mi tribu, mi profesión, mi partido). Que la universalidad no es de quien la trabajan en su zona apátrida, sino de quienes se convierten a mi particularidad. No es que yo alcance la conciencia de mí en esa zona, asumiendo y rechazando mi identidad particular, sino que el pensamiento universal es griego (o alemán). Un bárbaro no puede comprendernos, no puede siquiera comprenderse a sí mismo, no puede filosofar mientras no piense en griego (o alemán). Un gentil no puede convertirse en cristiano sin someterse a la circuncisión. Un burgués no puede comprender la revolución sin convertirse en revolucionario; empezando, naturalmente, por convertirse a mi comandancia. Un profano no puede comprender el psicoanálisis, sin someterse a mi terapia. La cultura universal es el imperio de mi particular identidad, religión, sexo, especialidad. Internacionalismo es que otros se sometan a mi nacionalismo.
En el caso del catolicismo mexicano, está muy presente el síntoma de la victimización.
Los misioneros, los conquistadores pueden verse a sí mismos y hasta ser recibidos como libertadores. También pueden ser vistos con resentimiento. Un pobre diablo de la España actual puede creerse superior a los mexicanos porque desciende de conquistadores. Perdóneme –le diría José Fuentes Mares (Intravagario) el descendiente de los conquistadores soy yo: usted desciende de los no conquistadores, de los que se quedaron en su casa. Un pobre diablo del México actual no piensa como Fuentes Mares. En vez de reírse de la falsa conciencia del “conquistador” adopta una falsa conciencia de “víctima” que le hace el juego a la pequeñez que se exalta en la arrogancia, opone una pequeñez que se hunde en el resentimiento.
Por otro lado, el ateísmo no fue una manifestación abrupta contra el catolicismo dentro de la historia.
El ateísmo no es moderno, sino milenario, como puede verse en el Salmo 14 (“Dijo el necio en su corazón no hay Dios”). Lo moderno ha sido el ateísmo en el poder: el ateísmo como religión oficial, que persigue a las otras. Esta paradoja de la modernidad: la Razón como religión, quizá se explique por el origen religioso de la modernidad misma y porque no es fácil que el estado imponga normas sin algún fundamento religioso. La solución geopolítica de la Paz de Augsburgo (1555, cujus regio, ejus religió, según la religión: los principados serán católicos o luteranos según la religión del príncipe) tiene que ver con esa dificultad. Es muy difícil gobernar con normas legitimadas por una religión contraria a la del pueblo o por ninguna: gobernar desde el vacío religioso. La Revolución como fuente de legitimidad, como mito que destierra al oscurantismo y lleva la Razón al poder, adoptó el cujus regio, ejus religió: donde llegan al poder los ateos, el ateísmo debe ser la religión oficial.
El agnosticismo ha presentado también sus flaquezas en las sociedades modernas, Zaid bien pronosticó lo que ha sucedido durante los primeros años del siglo XXI.
Pudiera pensarse que la solución liberal extiende este principio: llegan al poder los agnósticos, los indiferentes o respetuosos en materia de religión, y la no religión se vuelve religión oficial. Pero hay dos diferencias. En primer lugar, es más difícil que la no religión sea militante o perseguidora, como el ateísmo, el protestantismo y el catolicismo. Por otra parte, con la no religión, la normatividad oficial se queda sin fundamento, más allá de la tolerancia, la indiferencia, el relativismo, el no sabemos. El estado pierde legitimidad: no puede representar las creencias, los sueños, las profecías, los proyectos de realización personal y social, más allá del proyecto de convivir pacíficamente y dedicarse cada uno a lo suyo.
El vacío sentido en el centro mismo del poder resulta práctico y aceptable para algunas élites modernas, pero no para todas, ni para el resto de la sociedad. Hay una gravitación social al integrismo: a llenar el vacío con una religión oficial. Hay un deseo profundo de manifestar en el espacio público las creencias, las esperanzas, los proyectos del corazón de cada tribu. La satisfacción puede verse en las caras de los comunistas antes clandestinos, cuando pueden, por fin, hacer campañas y hablar por televisión; de los homosexuales que pueden hacer manifestaciones públicas; de los católicos que rezan a la vista de todos en peregrinaciones religiosas; de los cristeros, franquistas, sandinistas y contras, felices de tener caudillos militares y católicos, que no se andan con medias tintas; de los musulmanes iraníes y afganos que toman las armas contra regímenes progresistas, que no los representan. A toda tribu le hace falta convertir su fe en vida pública. El estado agnóstico, el régimen liberal, la democracia plural, no representan la religión de nadie: son un mal menor para todos.
En México, la cultura católica fue una consecuencia de la conquista española que tenía una visión particularmente optimista de las colonias.
El Nuevo Mundo y la Nueva España, desde el nombre nacieron orientados al futuro. Fueron la tierra prometida para muchos anhelos joaquinistas, el topos ideal para realizar la utopía. La Nueva España fue católica y moderna, ambiciosa, echada para adelante y hasta expansionista, como vecina protestante, la Nueva Inglaterra. Con diferencias, redención paternalista aquí, self-reliant, allá, soluciones declaradas aquí, prácticas, allá.
La exaltación del pasado indígena empezó como triunfalismo de los criollos, no de los mestizos. Los universitarios criollos, postergados en su propia tierra, ante los peninsulares, ¿qué podían alegar, después de emparejarse con ellos en la cultura europea? ¿Los méritos por el evangelio y la aparición de la Virgen; los recursos naturales, las obras de minería, agricultura y civilización, la poesía, la pintura, la arquitectura; toda la grandeza de la famosa México: caballos, calles, trato, cumplimiento, letras, virtudes, variedad de oficios, gobierno ilustre, religión y estado (como dijo Bernardo de Balbuena). Para Clavijero (1731-1787), México no era menos que Europa. Tenían un pasado clásico: las ruinas del imperio azteca, como las ruinas del imperio romano, sobre las cuales se construía una nueva cristiandad, con un presente próspero y un futuro brillante, en manos de gente ya preparada aquí: los universitarios criollos, continuadores de los misioneros que trajeron el progreso.
Sin embargo, un profundo derrotismo fue íntimamente asociado con la cultura católica en el surgimiento de la nación mexicana.
La independencia tuvo un efecto depresivo, edipal, de orfandad ilegítima, que oscilaba entre la arrogancia desafiante y la más absoluta inseguridad. Así como los bastardos de las cortes oscilaban entre las pretensiones al trono y la denigración de sí mismos, las élites mexicanas parecían sentirse ilegítimas (no sin fundamento demográfico, en el caso de los mestizos, pero sobre todo a través del contagio psicológico de las víctimas del abandono paterno)…
Así los criollos, que empezaron como católicos modernos, seguros de sí mismos y hasta expansionistas, acabaron siendo conservadores. Pero unos conservadores que no encajan en la caricatura actual (según la cual los reaccionarios mexicanos quieren el modelo yanqui, las inversiones extranjeras, la libertad de empresa y de comercio, el cosmopolitismo): una caricatura más cercana a Benito Juárez que de Lucas Alamán.
Alamán fue un heredero de los humanistas mexicanos del siglo XVIII y de su impulso creador, que logró transitoriamente el poder soñado por los criollos ilustres y que sigue ganando batallas después de muerto (sin darle crédito, porque su ejemplo no se puede reconocer). Muchos progresistas, que dicen detestar a la reacción, continúan su obra. Él fue quien puso en marcha el estado protector de la identidad nacional, el estado protector de la industria nacional, los embriones de lo que son ahora la Secretaría de Comercio y Fomento Industrial, la Nacional Financiera, el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Archivo General de la Nación.
En cambio, los liberales (como nuestros vecinos, que abandonaban las tradiciones de la madre patria y exterminaban los indios, para empezar de cero), ponían un celo misionero en la destrucción del pasado, de sus ídolos, templos, hechicerías y cofradías, de los gremios artesanales, de los ejidos, de las autonomías parroquianas, del nefasto oscurantismo de la religión católica, superada por el culto de los caballeros racionales “A la gloria del gran arquitecto del Universo”, “Al triunfo de la verdad y el progreso del género humano” A diferencia de los conservadores, no querían continuar la Nueva España por su cuenta, asumiendo las glorias de las tres culturas: la indígena, la española, la católica moderna. Quería borrón y cuenta nueva: acabar con la vergüenza del pasado (indígena, español, católico).
A partir de Benito Juárez, la asociación directa del gobierno con la iglesia católica se volvió incómoda. Madero fue una excepción.
La actitud de Madero no venía de que fuera especialmente católico (era espiritista), sino especialmente democrático. También de una estrategia de frente amplio, que le sirvió para lograr (tres días antes) la rendición del régimen. Aunque abundaban los católicos gobiernistas, los agravios católicos eran tantos que dieron muchas bases de oposición a Díaz. Madero buscó el apoyo católico y lo tuvo, no sin reservas de muchos maderistas, que seguían viendo a los católicos con desconfianza jacobina.
Durante el siglo XX, la cultura católica hizo grandes esfuerzos por sobrevivir al margen del poder laico en México.
Al estar preparando la Asamblea de poetas jóvenes de México (1980), descubrí con sorpresa de que Dios reaparecía entre los jóvenes escritores de menos de treinta años; y, curiosamente, de una manera no confesional. En los años siguientes, vi cómo varios se desarrollaban manteniendo ese temple: un sentido religioso que no los convertía en escritores señaladamente católicos; que más bien asumía como natural la dimensión religiosa del hombre y del mundo. Quizá la ausencia misma de una cultura católica, el desprestigio del jacobinismo, la apertura reciente de los comunistas a la fe religiosa, han favorecido este fenómeno que, por su mismo estilo, no llama mucho la atención. Resulta más llamativo que un poeta y músico de su generación, Carlos Santana, haga rock confesional.
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